25 de agosto de 2020

Crónica de un martes ardiendo

Por tercer día consecutivo, personas autoconvocadas cruzan el rió para apagar focos de fuego.

Escribí y borré muchas veces antes de empezar. No sabía que vuelta periodística darle al texto, pero una vez más me convencí que poco importa en qué tiempo verbal escriba, si hablo de mí, de ustedes o todos, cuando lo que hay para contar hace hervir la sangre.

A las 8.30, llegamos junto a otra piba a costa alta. De a poco se iban acercando más personas. Se veía humo pasando el puente, también se podía olerlo.

Para las 10.30 hicimos ronda. Y en media hora aprendimos de poner el cuerpo en un incendio. Las armas con las que contábamos eran las mismas que usaron los compañeros en días anteriores: baldes de distintos tamaños, rastrillos, palas finas y anchas, y una bomba floja de funcionamiento pero que de todos modos, probando, cortando, y uniendo, se logró hacer arrancar.

Entre 25 y 30 personas que no sabían el nombre de quien se sentaba al lado, en tres lanchas conducidas por taxis náuticos, por dueños de paradores, o por vecinos isleños, arrancamos la misión del día, con un objetivo claro: salvar los ranchos, apagar el fuego.

Uno o dos tenían experiencia, otros se las ingeniaban, otros solo sabían que lo que sucede en el Delta, en nuestro Delta, es ecocidio. Que el fuego arrasa con todo y debemos evitar que avance.

Llegamos al rancho de Ani, quien se acerca junto a sus tres perros y nos pregunta a que se debía nuestra visita. Ahí no era. El fuego se había apagado durante el día y la noche de ayer. De todos modos Ani nos contó lo que pasa: una desinformación constante que perjudica. Enseguida saltó el periodista de canal tres, y dijo: “nosotros no fuimos”. Esa necesidad de aclarar es por la decadencia que vienen sembrando los medios de comunicación, que hace un tiempo son empresas.

La mujer nos contó que recibieron ayuda después de ir a “patear escritorios al peaje de victoria”, que el avión demoraba en ida y vuelta, 22 minutos y largaba chorros de agua que fueron esenciales.

También nos dijo que todos los paneles de abejas de una escuela a la cual ellos le prestan el lugar, fueron salvados y que si de algo sirvió esto, fue para que los vecinos del lugar se conozcan unos con otros.

Las lanchas volvieron. Cargamos el batallón con sus armas y dimos rienda suelta por el Paraná. La imagen a medida que avanzábamos era desoladora. La sequía y las cenizas ofrecen un panorama igual al de las películas de terror, y ahora además de humo, se respira melancolía.

Íbamos a seguir metiéndonos más adentro, hasta que vimos el cielo ponerse gris sobre nosotros. Frenamos la lancha. Y con solo caminar unos metros las llamas nos daban la bienvenida.

Organizarnos cuando somos muchos se hace difícil, pero se puede. Mientras un grupo se la ingeniaba para poner en funcionamiento la bomba, otros se metían río adentro para cargar los baldes, otros despejaban el camino para que el pase a pase de agua llegue al frente, donde el último grupo combatía de cara.

Cuando creíamos tenerlo controlado, un nuevo foco más cerca de lo que hubiésemos querido, comienza a arder. Me hubiera gustado sacar el celular y ver la hora, para poder contarles con precisión en cuanto poco tiempo nos vimos rodeados de fuego. Pero la adrenalina y la tristeza de ver y escuchar como las llamas se tragan nuestra isla, me lo impidió.

Los gritos decían “abortamos misión”, “volvemos a concentrar”, y otra vez en ronda tuvimos que decidir cómo actuar para no quemarnos. Mientras sacábamos conclusiones, comíamos frutasmy tomábamos agua potable que gente donó y nos mojábamos la cabeza y la cara con agua de rio. El humo quema sin darnos cuenta. Asfixia. Para eso aprendimos que mejoraba la respiración mojarnos los barbijos.

Todo lo que sirva se comparte. Y entonces más de uno se fue al agua para humedecer su tapaboca.

Después de debatir, y ojo, hablo de apenas minutos porque el problema se nos venía encima, decidimos movernos.

Nos instalamos cerca de la bomba. Cavamos un pozo profundo. Lo llenamos de agua y mientras tanto una sola hilera de mano en mano pasaba baldes de todos los tamaños y colores para que los compañeros tiren. 

Parecía funcionar. Íbamos bien. Coordinados. Cantábamos “ojala que llueva, que tiene que llover” y le rogábamos a la Pachamama que nos escuche, pero el fuego creció otra vez. En minutos nos volvía a rodear.

Sentimos un avión volar cerca. Descienden cuatro bomberos. Si, cuatro. Hicieron lo que pudieron pero nosotros hicimos más.

Los dueños de los ranchos más cercanos  venían a ver como seguía todo. Dónde estábamos no habían casas pero si flora y fauna muriendo. Y así sea un solo  yuyo el que se pueda salvar, para nosotros es necesario. Porque de ese yuyo depende la esperanza del mundo que queremos dejar.

Los bomberos desaparecieron. El fuego siguió. Algunos fuimos en lancha a revisar como venían los vecinos, si necesitaban de nosotros. Por suerte estaban organizados y preparados. Volvimos y el fuego no se había ido. Nos fuimos y un foco continuaba ardiendo. Los árboles desprenden ramas incendiadas que caen en el suelo seco y entonces todo vuelve a empezar o a empeorar una y otra vez.

Prefectura pasó infinitas veces por enfrente, pero nunca frenó. Solo llegando al final del día, cuando las llamas aumentaban en tamaño y los bomberos enviados por Entre ríos, les pidieron que actúen, no poniendo el cuerpo, eso está claro, sino llevándonos de regreso.

Al menos ahí no podíamos seguir, corríamos riesgo. Así fue como un grupo de voluntarios que nada saben de incendios volvieron navegando el Paraná con quienes nada saben de jugarse todo por la vida de otro. Y este otro engloba nada más y nada menos que nuestra Tierra.

No vamos a cambiar el mundo con rastrillos, palas y baldes, pero tampoco quedándonos tosiendo en nuestras casas cuando el humo entra por la ventana. Seguro que no podíamos apagar tanto fuego que crecía a medida que el viento cambiaba, pero al menos una planta se iba a rescatar y eso parece poco cuando el cansancio, la bronca y el dolor aparecen.

Lo real es que el laburo que hicimos hoy, el que vienen haciendo compañeros hace rato, y el que seguirán haciendo mañana, es suficiente para enseñarle a quienes nos gobiernan que detrás de su ausencia nosotros entendimos el mensaje: en casa quédanse ustedes, corruptos.

Mientras escribo respiro humo. Lagrimeo un poco. Tengo el alma rota. La desesperación de ver morir nuestro suelo me hace doler el pecho. Pero la satisfacción de vernos organizados, poniendo el cuerpo y exponiéndonos por la vida a lo largo y ancho del Delta, me hace creer que más temprano que tarde, venceremos.

Lo quemado no se puede recuperar, y la unión entre hermanos que resisten, que se cuidan sin conocerse, que vuelven a casa con la cara quemada, los ojos rojos, las manos partidas, eso no se olvida. El país entero puede ver como un grupo de autoconvocados se encarga de las responsabilidades estatales así, sin preparación ni grandes elementos: a pulmón y corazón.

A los compañeros de ayer, los de hoy, y los que se sumaran. A los vecinos. A quienes donan. A quienes marchan. A quienes organizan. A quienes entendieron que si esta lucha se pierde, ninguna otra tendrá sentido: Gracias y sigamos en el aguante fraternal, codo a codo.

¡¡¡Ley de humedales ya!!!

Texto: Ludmila López

Fotografías: Mauro Perriard


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