Con palabras de su último capitán, cae de rodillas uno de los últimos bastiones del circuito cultural alternativo de la ciudad de Rosario.
A OUI tenés que caer descalzo, porque el Oui tiene dos entradas. Una es la física, por Mendoza al 1098, por ahí pasas como queres, pero si no dejas las botas del plomo de la rutina en casa, no pasas por la segunda puerta: la espiritual.
Si llegas liviano, despreocupado, y consigues entrar, todo el lugar comienza a elevarse, como a levitar en el aire. Portales se abren como en Rick and Morty, todos conducen a mundos y universos distintos:
Uno grande en la biblioteca, que contiene muchos más pequeños en cada libro. Uno en la carta de tragos, boleto directo a la galaxia jolgórica. Otro gigante sobre el escenario donde melodías y escenas que nunca viste o escuchaste -o que sí pero se resignifican una y otra vez de mil y una formas- ponen tu cerebro en órbita, otro portal junto a los baños donde une extrañe te mangueaba puchos o vos le mangueabas y eso era el punto de partida de una aventura inaudita.
El poder del Oui incluso se extendía por fuera de los márgenes de sus instalaciones llegando hasta las escaleras del Lavardén dónde el humo de los porros subía en una columna psicotrópica de fulgor y risas.
Durante el transcurso de la noche el Oui nunca paraba de subir. Esta lógica de lo espontáneo, de lo imprevisto elevaba el lugar por encima de las nubes, de lo cotidiano, mostrándonos el basto e infinito firmamento que conforma el instante, el presente cuando es explotado.
De la misma manera que el sol radiante de la plenitud asoma sobre estas nubes grises del tedio, y encandila nuestros ojos, así encandilará por siempre el recuerdo de este bar cuando miremos hacia nuestros corazones.
Francisco Fenoglio