La chica del local de al lado

El hastío post-adolescente y una particular fachada de edificio. Por Alberto Rezia

Marcos estaba podrido. Podrido de la ciudad que alguna vez admiró, podrido de sus calles y de su humedad. De su río lleno de chetos y  tipos con pitos en las bocas. Podrido del prensado lleno de manchas blancas y olor raro. Podrido de los bares del bajo. Podrido del “que van los hipsters, del que no saben pasar música y el que van las viejas a levantarse pendejos”. Podrido de la histeria de Maite. Podrido de sus ocho meses de abstinencia sexual. Podrido de la cerveza, del whisky barato y del fernet sin gas. Podrido del potus de su balcón, de la cara de nada del portero del edificio, del olor a aromatizante a limón del ascensor, de la vieja del primero y  su horrible caniche toy. Pero de lo que más podrido estaba era de la bizarra vidriera que lo saludaba todas las mañanas, tardes y noches.

Antes no era así. No. La independencia de los progenitores, las tardes de estudio y sus compañeras de curso, la noche, la ciudad, el alcohol y el sano reviente universitario. Todo era libertad. Su departamento, su cocina, su balcón, sus plantas, sus apuntes, sus fideos pasados y sus libros. Además tenía un plus envidiable: pegado a su edificio había un curioso sex-shop que compartía su vidriera con el hall de entrada del mismo. Un maniquí femenino se asomaba con un atuendo distinto cada mes. Fantasear de noche, reírse de día.

La ley de Murphy se aplicó y  el tablero se dio vuelta. La tibia negativa de aquella que le iba a corresponder le embarró los lentes de sol y su percepción ya no era la misma. Las viajes del edificio le gritaban mientras se desesperaba entre la mugre del depto. El portero lo miraba fijo cada vez que se acercaba. Le levantaba notoriamente una ceja cada vez que Marcos se acercaba al provocador maniquí del comercio vecino. La ausencia del control moral se convirtió en ausencia de contención. El estudio iba mal y sus compañeras lo trataban de borracho. “El desubicado que vive al lado del sex shop”, creyó oír en un pasillo cuando alguien preguntó por él.

Pasaron dos estaciones y nadie lo acompañó en sus sabanas. Ni una sonrisa, ni una caricia, ni un beso. Se hundió. Quería volver. Abandonar el asfalto y abrazar la tierra. Recibir de nuevo un plato con amor y un gesto paternal.

De noche se emborrachó y partió botellas contra la calle. Se puso paranoico en un sótano y volvió a lo que se negaba a llamar “hogar”. Miró al maniquí, ahora disfrazado de blanco con la cruz roja en el pecho.

  • “¿Qué te pasa? Vos siempre ahí. Mirándome. ¿Vos sabes lo que estar sin ponerla y verte a vos ahí?”, espetó Marcos.

No hubo respuesta.

  • “¿Sabés lo que es estar lejos y solo?”, susurró casi llorando.

No hubo respuesta.

  • “No aguanto”, dijo de forma casi inaudible mientras llevaba su mano al su cierre del pantalón.

Hubo respuesta.

  • “Pibe”

Marcos se dio vuelta y vio al portero.

  • “Me quiero imaginar que no estás por hacer lo que yo pienso”, dijo con calma el hombre.

Marcos quedó en silencio.

  • “Ni se te ocurra. Esa es mi novia”, expresó el portero con una medida sonrisa.

El pibe calló al pie de la escalera, lloró un poco pero buscó una risa. El hombre le tendió una mano y lo puso de pie.

  • “Tranquilo che, a todos nos cuesta”, dijo el portero.

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