Aquellos buenos viejos tiempos..

Por Pepe Fautrier

Anoche, mientras miraba “Stand by me” o si prefieren “Cuenta conmigo”, me sentí víctima del indomable y siniestro paso del tiempo. Por supuesto que quienes vieron esta clásica pieza cinematográfica en una determinada edad podrán decirme que es una sensación completamente lógica y que inequívocamente el film logró su cometido. Pero no, en este caso siento que fue un poco más allá, que tocó cierto nervio en mi que ya venía sensible, intuyo que a raíz de ciertos factores que fueron dándose en un orden cronológico casi perfecto, como si estuviera planeado por algún ser superior, como Batman o Goku.

Para contextualizar, este fin de semana y bajo la excusa siempre efectiva de celebrar el día del amigo, pude volver a ese lugar al que por varios motivos llamo casa. Tal vez vuelva una vez al mes y por un par de horas, pero ahí sigue estando mi cepillo en el baño, mi cama hecha a la espera de ser desarmada, la comida caliente y un perro que festeja mi llegada. Pero fundamentalmente están las personas que hacen de Correa un lugar inigualable en el mundo entero: mi familia y mis amigos.

Y si yo vuelvo una vez al mes (con suerte), reuniones como la del último fin de semana, con casi todos los pibes presentes, se dan cada 3 o 4. Esa, es la primera gran señal de que el tiempo hace de las suyas incluso para nosotros. Digo “Incluso para nosotros” porque cualquier persona mayor a mi me va a decir (y lo hacen todo el tiempo) que soy un purrete, o tal vez alguna frase del tipo “Si yo tuviera tu edad…”. Pero la cuestión es que la tengo yo, yo y mis pares, ese grupo de pendejos que alguna vez fue revoltoso y que parecía inquebrantable, sólido y eterno.

Y creo que algo de eso tiene que haber perdurado, porque mientras el tiempo, vil villano que protagoniza este relato, va mostrando lo disímiles que son nuestros caminos y remarcando con fibrón indeleble nuestras diferencias; aún después de las soledades de los domingos, de las novias celosas, de los laburos esclavizadores, del estudio, de la distancia y de todo lo demás, al menos encontramos 4 o 5 excusas al año para juntarnos todos y contar las mismas anécdotas una y otra vez. Anécdotas de batallas ganadas y perdidas, de fracasos amorosos, de borracheras épicas, de papelones de cumpleaños de 15, de escapadas a algún pueblo vecino para hacer nada (lo importante era escaparse), de burlas repartidas entre nosotros, de más borracheras épicas y sobre todo de borracheras épicas, porque cuando uno celebra necesita brindar, y las reuniones con amigos son un brindis constante.

Y si digo que se cuentan una y otra vez las mismas historias, es porque ya no se generan tan seguido cuentos nuevos, y esto es lo que me genera un conflicto conmigo y con ellos. Las ganas de decirles “salgamos a romper la noche como antes”. Pero, y pese a que todavía me cuesta digerirlo, eso no va a volver, no al menos de forma reiterada. Tampoco van a volver los domingos en lo de la vieja Retamoso, o las previas felices en la Sala, o la coca a las 2 de la tarde de un martes en el kiosco del Bati. No va a volver, ya pasó, y fue hermoso. Por eso vale la pena recordarlo y festejarlo en cada oportunidad que se presente.

Lo agridulce de todo esto, es que paradójicamente me encuentro en uno de los momentos más esperados de mi vida, ya vendrán otros por supuesto, pero ahora mismo me encuentro feliz conmigo mismo, con mis logros, con todo lo que tengo por delante y todo lo que tengo rodeándome. Cualquiera diría que estoy en la mejor etapa de mi vida, incluso yo lo pensé, pero no. El fin de semana que pasó se encargo de mostrarme que la mejor etapa que viví, al menos hasta el momento, fue algunos años atrás, pateando piedras a las dos de la tarde en un pueblo de primera, al lado de esos pendejos revoltosos que buscaban siempre una nueva forma de hacerte enojar para reírse un rato. Por eso los miraba con ojos brillosos pero contento, mientras entre alguna copa contaban esas historias imborrables que alguna vez le contare a mis hijos, si es que tengo. Los mismos ojos que brillan ahora, porque comprenden más que nunca, o mejor dicho más que siempre, el valor de esos amigos, de los verdaderos amigos, de esos tipos a los que por obra del tiempo y de la vida cada día veo menos, y siento más. 

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