El pasado como ausencia

*Por Sebastián Godoy ("El Show del Oso")

El pasado tiene la característica de ser aquello que no está, pero que estimamos que estuvo. En un intento de darle cuerpo, buscamos imprimirle un sentido a eso que, creemos, ocurrió. Los acontecimientos, como los fenómenos u objetos en general, carecen en sí mismas de sentido. Son los seres humanos –dicen ellos– quienes pueden significar, dotar de significación a las cosas que ocurren o que están. Es, en todo caso, un acto de violencia: someter algo a un nombre que le es ajeno.

En todo caso, esta operación de dotar nombres y características a lo que está ausente necesita, de alguna manera, ponerlo en acto. Actualizarlo. Es lo que llamamos representar, presentar de nuevo. Hacer que esté lo que no está. Se dice que la repetición de estos actos, en la figura del ritual, es la fórmula para que aquello que no está y no es capaz de significar por sí mismo adquiera una entidad propia. Casi como si tuviera una personalidad. La reiteración produce verdad. La verdad es el alimento de la credibilidad. Algunos declaran que la credibilidad es el alma del Estado, el orden, la regularidad, la previsibilidad. Otros, hablan del “estar juntos” o del “ser-en-el-mundo”. Dispositivo que tiene, como mucho, ciento y pico de años con sus características modernas, el Estado es la última máquina de producir verdad (habiendo superado incluso a la religión).

Ya Nietzsche, en uno de esos viajes oscuros a quién sabe dónde, nos había advertido: la verdad es una invención, una ruptura no inscripta en la naturaleza humana. No es instinto, pero está relacionado a él a la manera de confluencia, lucha y compromiso: es su refinamiento, un efecto e superficie, "una centella que brota del choque entre dos espadas". Según el filósofo germano, se conoce no para identificarse con el objeto de conocimiento, sino para mantenerlo a distancia, romper con él, protegerse de él, desvalorizarlo y, mediante la dupla miedo/violencia, destruirlo.

Sin llegar a las profundidades de este abismo ético, sería válido preguntarse acerca de la obviedad y naturalidad de los acontecimientos que la Argentina recuerda y representa periódicamente como marcas de nacimiento propias. Estamos en época: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, aparecen como escalones necesarios e inminentes que cuentan la historia de una nación que siempre estuvo allí, cual providencia que susurraba dulces palabras en los oídos de hombres iluminados. Casi como celebrar el pollo al horno que alimentó nuestro cuerpo aquél día que hablamos con esa chica que nos gustaba como la causa de que del nacimiento de nuestros hijos. Pero el pollo pudo haber ocasionado otras cosas, atragantamiento, gases, modorra, pensamientos existencialistas que nos hagan cambiar de preferencias amorosas; quién sabe.

En la víspera del 25 de mayo de 1810, muchas opciones políticas (todas válidas para el universo mental de las elites criollas) revoloteaban en el aire de las colonias españolas del Río de la Plata. Jurar fidelidad al ebrio rey Bonaparte, armar una monarquía propia, hacerse colonias inglesas, construir una república jacobina, articular una confederación que emule la Helvética… Hacer tiempo armando un gobierno provisional en nombre de un monarca cautivo y no especificar demasiado para mantener unido aquello que, si no fuera por una legitimidad lejana y ahora ausente, estallaría por los aires. Y esto en Buenos Aires. No había whatsapp para avisar a la por entonces Villa del Rosario que había ahora un gobierno patrio. Los enviados de la ex capital del Virreinato tardaron unos buenos días en expandir la noticia de que ahora todos los antiguos dominios españoles eran libres. También gastaron balas y chuzasos para convencer a los indecisos. Para los hijos de la “Reina del Plata” era inconcebible que la gente del Interior y el Litoral no hayan siempre elegido de manera natural la misma opción del menú que parecía obvia a algunos porteños.

En fin, nada era obvio, nada estaba dado, nada “caía de maduro”. Un gobierno provisional que decía gobernar en nombre de España, la que entendía como la “patria” (en sentido de padre), es celebrado y ritualizado hoy en día como el primer momento genuino de “argentinidad”. Las fechas patrias son un artificio, en el sentido de arte, de construcción humana. No son buenas ni malas. El bien y el mal también pertenecen al orden de lo creado por el intelecto de las personas. Lo que sí podemos decir es que entenderlas de esa manera es menos fácil, más confuso. Este es un mundo confuso y, precisamente por eso, entiendo que debemos aproximarnos a él de una manera responsable. El pasado es eso del mundo que está ausente y por eso no es unívoco. Tengamos, entonces, respeto por lo que no está: no lo tomemos a la ligera.

Narrar los procesos no debería erigirlos en epopeyas pasibles de ser añoradas, laureadas en pedestales áulicos, cívicos y literarios. Eso es fragmentar el pasado para cancelarlo. Referir la experiencia para clausurarla. Relatar implica donar nomeclaturas, lugares y temporalidades al mundo humano, mas, si se quiere que el pasado no sea mortaja sino un golpe que haga eco, es vitalmente necesario eslabonar las experiencias, volver a colocar los las existencias en una ligazón que relacione los transcursos individuales en una urdimbre que los abrace. En la dolorosa incompletud e imperfección de este precario abrazo, puede radicar la clave para que el pasado busque al futuro.

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