Bendecido por la irreverencia

Dillom volvió a Rosario y estalló el Hipódromo continuando con la gira Post Mortem.

Tres cuadras antes de ingresar al Hipódromo de Rosario la escena ya pintaba distinta: una cola extensa, integrada por al menos tres franjas etarias diferentes, rostros expectantes y una predominancia de vestimentas color negro. Hay chicxs con remeras blancas pintadas a mano, sangre falsa, delineador y rímel corridos, cruces de papel que rezan “R.I.P. Gang” y de fondo, surreal, se escuchan los cánticos populares de la hinchada de Newell´s arengando y arremetiendo contra Argentinos Juniors.

Celebro a la juventud que se disfraza para la ocasión, celebro a padres y madres que acompañan a sus hijxs libres de prejuicios. Y celebro, por sobre todas las cosas, que todavía nos permitamos jugar y transformar las sombras en disfrute.

La experiencia, única e intransferible, siempre comienza antes de que pueda tomar consciencia de ella. Dillom -teloneado primeramente por Key Biscayne, y frente a un público a punto caramelo, cocido a fuego lento por varios réquiems decimonónicos y la intro “Demian”-, sale a escena a patear dientes.

Lo primero que estalla es “Post Mortem”. La presión sonora y los sublows propios de la escena musical urbana hacen su trabajo. Dillom explota, salta, dice cuanta expresión políticamente incorrecta se nos ocurra y está indiscutiblemente bendecido por la irreverencia.

El despliegue escénico, aún siendo una adaptación de infraestructuras más fastuosas, es imponente. Pantallas led al rojo sangre, vibrante, audio nítido y podrido, visuales craneadas y viscerales… No hay palabras para describir la propuesta, hay binomios: frontalidad brutal. Tristeza y calentura. Angustia y ternura. Nihilismo y esperanza. Irreverencia absoluta.

Ejemplo práctico: al quinto tema, “Piso 13”, mientras grita “es muy fácil que me quieran ahora que no tengo sarna/no vuelvo a esa sh*t ni aunque me apunten con un arma”, arroja al público -en la ciudad de la furia- un símil muerto envuelto en una bolsa negra.

Inimputable.

Suena “Pelotuda”, “Opa”, la reciente “Ola de suicidios” y el show se despliega a través de la tensión propia de los semitonos fuera de escala, de los bajos distorsionados en sincro con el bombo en negras, de las cercanías entre el heavy metal y la música clásica, de las baladas poperas y la sed de dar o recibir un cimbronazo que nos saque de la anestesia.

Dillom es un fuera de serie. Y no está solo. Es quizás, junto a Catriel y Paco Amoroso - hermanados por la deformidad artística-, uno de los jóvenes intérpretes argentinos que comprendió rápidamente la necesidad de reinvertir lo ganado, sostener el esfuerzo y trabajar en equipo. De rodearse de gente talentosa en sus respectivas disciplinas, y encima, ser amigxs.

Por encima de las incontables referencias y guiños a artistas y obras de la cultura pop Yankee, de las expresiones socarronas de angustia y existencialismo adolescente (y no tanto), de las constantes estructuras comparativas en sus letras, Dylan León Masa, hegeliano quizás, es una síntesis superadora de todas y cada una de sus influencias. Es una remasterización posmoderna del Hazlo tú mismo (DIY), del punk de la costa Este de los  Estados Unidos (ese que ofició de banda sonora en infinitos ejemplares del cine de terror clase B). Es la resurrección de un espíritu punk en un contexto social, político y cultural que lo resemantiza, que vuelve a darle sentido.

Los tópicos son fácilmente identificables: infancias complejas, vicios hiperbólicos, ausencia o exceso de guita, contrastes existenciales, amor al vértigo y un doctorado en sarcasmo provocativo. Quizás se pueda resumir en dos versos de Pimp Flaco en su featuring en Do RE Mi: “Yo quiero un Subaru Impresa/ pa’ escaparme de la tristeza.”

En una noche agitada, con Duki y Peces Raros tocando en simultaneo en la ciudad, Dillom puso a cantar a más de 3800 personas y de alguna manera vino a decirnos, mientras nos marchamos con los Ramones de fondo, un poco en joda y un poco en serio, que cuando te hacés amigx del borde, los precipicios te abrazan.

 

Fotos y crónica: Gabriel Lovera

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